miércoles, 24 de diciembre de 2025

Mensaje de fin de año 2025

 


Han transcurrido ya muchos años —tantos que el tiempo ha aprendido a caminar conmigo— desde que me fue concedido vivir las fiestas de diciembre. No fue, sin embargo, una tradición temprana en mi hogar. Aquella costumbre nació una noche precisa, en 1962, una noche que aún conservo como se guarda una lámpara encendida en la memoria. Fue alegre, fue viva, y sin embargo ignoro la razón de su origen. Jamás la sabré. Los que la conocían han partido, llevándose consigo esa respuesta, como se llevan los muertos los secretos que ya no hacen ruido.

Lo cierto es que mi padre llegó aquella noche con regalos. Entre ellos había uno singular, casi prodigioso: algo llamado Mecano. Era una caja colmada de piezas metálicas, frías al tacto y ardientes en promesas. Con ellas se podían levantar mundos diminutos: puentes, máquinas, sueños articulados. Un catálogo acompañaba aquellas piezas, como un libro sagrado que mostraba todo lo que el ingenio podía erigir cuando la voluntad era libre.

Recuerdo la casa poblada no sólo por mis hermanos, sino también por amigos de la colonia; recuerdo a mi cuñado Eduardo, a mi amigo eterno Héctor. Recuerdo, sobre todo, un gesto inusual y generoso: mis padres abandonaron la casa y nos dejaron a solas con la noche, permitiéndonos jugar hasta que el cansancio venciera al tiempo. Aquella libertad fue un regalo mayor que cualquier objeto.

Formamos equipos y, turno a turno, competíamos por reproducir las figuras del catálogo. Fue una batalla sin rencor, una guerra de risas, una contienda donde todos ganábamos. La emoción que sentí entonces fue tan pura, tan honda, que aún hoy la nombro sin desgaste. Aquella noche fue inolvidable. Y pienso —sin ironía— que si todas las Navidades del mundo fueran así, nadie dudaría de que este día pertenece al territorio de lo mágico.

Este año, sin embargo, no puedo decir que haya sido un gran año. Lo que contemplo a mi alrededor es grave, es doloroso. Y no hablo de los pequeños pecados de mi pueblo, ni siquiera de los de mi estado o mi país. Hablo de una tensión extendida por todo el planeta, de una violencia que parece haberse normalizado. Resulta asombrosa la estupidez humana. Se nos llama la especie más inteligente… según dicen. No. No lo creo del todo.

Quiero pensar que es pasajero. Quiero creer que el rumbo será corregido, que sobreviviremos lo suficiente para volver la vista atrás, derramar al menos una lágrima sincera y continuar el camino con una sonrisa humilde, imaginando —aunque no haya sido así— que todo este sufrimiento sirvió para algo mejor. No puedo celebrar ignorando el dolor de quienes hoy cargan con la tragedia como si fuera una costumbre.

Mis mejores deseos para todos. Que tengan una vida amable. Que nunca conozcan, en carne propia, aquello que hoy padecen quienes viven en lugares donde morir violentamente se ha vuelto lo habitual.
Gracias por ser mis amigos

Edgar P. Miller.