En 1975 me casé —una ceremonia sencilla pero con suficiente pompa para que los parientes chismosos la recordaran— y ese mismo año entré a la SSA en la Ciudad de México. Fue amor a primera nómina: en cuanto vi mi primer pago, ya venía con su correspondiente mordida oficial, el ISR, que con toda solemnidad me arrancaron como si yo fuese un cítrico exprimible.
En 1981 regresé a Chilpancingo y compré el negocio de mi madre, “El Rancho”, y, como buen hijo de la patria, pagué los impuestos correspondientes. Desde entonces hasta el glorioso 2025 —cuarenta y cuatro años, nada menos— he cumplido religiosamente con el ISR, el IA, y todo lo que se inventen con siglas en mayúsculas. También el IVA y el IEPS, que, como todos saben, son impuestos que uno entera pero que el gobierno obliga a pagar a los clientes. Además de la lotería de licencias, permisos y multas fantasma que brotan como hongos cada vez que uno se niega a engrasar la mano sudorosa del burócrata de turno.
La electricidad, por cierto, también trae su dosis de IVA, porque vivir sin luz en estos tiempos es como intentar leer con los ojos cerrados.
En una ocasión me animé a escribirle a Pedro Aspe Armella, en un arrebato de ciudadano ingenuo. Nunca respondió, claro. En este país las cartas al poder se pierden en un agujero negro que huele a café rancio y tinta de mimeógrafo. Mientras tanto, nos infraccionaban con plena conciencia de que uno no puede costear un abogado decente, y que, de poderlo, la defensa sería más cara que la multa.
El colmo llegó cuando los del SAT aparecieron como si fueran alguaciles de opereta, para embargarme por una supuesta deuda de 200 miserables pesos. Todo gracias a un olvido del contador y a la inmaculada costumbre del SAT de notificar como quien susurra en sueños.
Pero la joya de la corona fue aquella infracción indecente que cité en mi carta a Aspe: un embrollo de ISR contra IA, que la propia ley aclaraba con sencillez infantil. Yo pagué más ISR del necesario y, como hombre responsable, lo compensé en la siguiente declaración. ISR por ISR, simple aritmética. Pero los sabios de la burocracia decidieron que lo mío era IA a ISR, y con esa alquimia digna de un charlatán medieval me aplicaron un 150% de multa. Y para mayor escarnio, me lo notificaron un año después, con la esperanza de que ya no guardara papeles. Error de cálculo: sí los guardaba. Aun así, tuve que pagar, porque cada día la deuda crecía como monstruo mitológico y la amenaza de cárcel colgaba sobre mí.
El resultado: un pago de 2,438,605 pesos, equivalente a unos 55 mil de los de ahora. Y todo lo que pagué de más, se lo embolsaron con el cinismo de quien se limpia la boca después de robarle a un huérfano.