martes, 21 de octubre de 2025

La fiesta de doña Magda.

 

Pues resulta que este sábado 18 de octubre fui invitado —sin saber exactamente por qué— a la fiesta de cumpleaños de la señora Magda. Magdalena Vázquez, nada menos que la segunda presidenta municipal constitucional de Chilpancingo y, según dicen, la primera elegida por voto popular. Casi nada. Cumplía 98 años, y a esa edad las mujeres ya no ocultan la cifra: la presumen como si fuera una medalla de guerra.

Yo, que no soy de fiestas, no pude decir que no. Así que me puse mi mejor cara de civilizado, me entacuché y hasta me até una corbata, cosa que no hacía desde que los bancos todavía regalaban calendarios. Porque hay que decirlo: la fiesta era de tacuche, no de guarache. Y eso en un país donde aseguran las malas lenguas que la economía está más flaca que las vacas del Apocalipsis.

La entrada era con invitación y registro, muy en la moda de los aeropuertos: si no estabas en la lista, te quedabas afuera con los curiosos. Yo, que siempre he tenido buena suerte en las aduanas, me colé, y dejé a mi secretaria, Elsa, resolviendo los trámites burocráticos del reventón.

Nos acomodaron en la mesa de las cultas. No había otra opción: en alguna categoría teníamos que caber. Pura gente letrada, de esas que ya no leen, pero conservan el hábito de hablar como si lo hicieran. La fiesta estaba a reventar, fácil doscientos comensales, todos de la vieja guardia chilpancingueña, y algunos jóvenes que seguramente se equivocaron de evento.

 

Cuando apareció la homenajeada, todos nos quedamos viendo: 98 años y se movía como si tuviera dieciocho. Ágil, sonriente, casi etérea. Le comenté a uno de sus hijos que su madre se veía en mejor condición que ellos, cosa que, dicho sea de paso, no le hizo mucha gracia.

 

Pidieron las bebidas. Yo, como buen guerrerense, pedí mezcal. El mesero me miró con la misma cara que si le hubiera pedido absenta o sangre de unicornio:
—No tenemos eso, señor —me dijo.

Así que terminé bebiendo agua, lo que, debo confesar, me pareció una grosería cultural. Nos trajeron un platito minúsculo de botanas; pellizqué lo que pude, con espíritu solidario, para que alcanzara a los doce que compartíamos mesa.

Después de los discursos de rigor, el conjunto musical se adueñó del espacio. Tocaban con tanto entusiasmo que la comunicación se volvió imposible; sólo nos hablábamos con señas, como si estuviéramos en una reunión de espías. A esas alturas, WhatsApp hubiera sido una bendición.

Cuando llegó la comida, yo llevaba en el estómago únicamente mi licuado sabatino, así que me lancé a la sopa con el ímpetu de un náufrago. Estaba caliente —y deliciosa—, como suelen estar las sopas que uno no tiene que preparar. El plato fuerte era una especie de croqueta gigante de atún. Ignoro cómo se llame en el menú de los ricos, recuerden que yo soy de la fonda de los Sabores del Pueblo, huanzontles, chiles rellenos, enguajado, mole, pozole, etc. pero estaba buena, salvo por un pequeño detalle: la mía sabía un poco a aceite viejo, de ese que ya vio pasar tres generaciones de empanadas. Pero bueno, a caballo regalado no se le huele el aceite. Pero esto de las fallas en los detalles nada tienen que ver los que invitan, las personas contratadas son quienes la riegan.

Los festejos estaban programados de siete a doce. A las once y media, con la prudencia de los bien educados, le dije a mi esposa:


—Levántate, que ya estuvo.

Y nos fuimos sin molestar a los anfitriones con las despedidas de media hora que tanto disfrutan los demás.

Salí pensando que ojalá todos llegáramos a los 98 así: bailando, riendo, y con un ejército de invitados tratando de recordar el nombre del plato principal.

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