jueves, 27 de marzo de 2025

De encomiendas, minas y otros despojos

 

 


"De encomiendas, minas y otros despojos"

(Al estilo de Manuel Payno)

I. El repartimiento: un banquete de conquistadores
Corría el año de 1524 cuando, en esta Comarca, comenzó el reparto de encomiendas —aunque, a decir verdad, los españoles ya habían olido y escogido los mejores manjares desde años atrás. Los más ilustres conquistadores, como buenos comensales, se sirvieron territorios vastos y ricos; los de menor rango, conformes con las migajas, recibieron lo que quedaba. Así, cuando el señor Cortés decidió formalizar el repartimiento, ya no había pueblo ni palmo de tierra que no tuviese dueño, como si México fuera un pastel devorado antes de llegar a la mesa.

En Acapulco, dos vecinos de Tanustitlan —Alonso de Aguilar y Andrés Núñez— firmaron una compañía tan singular como cruel: cien esclavos indios, con sus herramientas y bateas, fueron entregados para extraer oro en las minas de Chilapa o "los apalcingos, o sus comarcas", mientras Aguilar proveía —eso sí— los "alimentos" de los desdichados. ¡Vaya sociedad! Unos ponían el sudor ajeno; otros, unas cuantas tortillas.


II. México: entre la democracia y el despojo
Hoy, al cerrar este año, México pasa a los anales no por sus victorias, sino por la sorpresa de que el pueblo, harto de ladrones con corbata, haya barrido del poder a quienes se creían dueños del sol y la luna. Los derrotados, ay, aún gruñen en los periódicos, incapaces de aceptar que perdieron contra un hombre sencillo, ajeno a sus glamour de salón.

Pero no nos engañemos: la verdadera alegría no está en los políticos nuevos, sino en el pueblo que, con su voto, arrojó al tacho de la historia a esa escoria que se enriquecía con el oro de todos. Como decía el italiano Gramsci: "Instrúyanse, agítense, organícense". Palabras sabias que hoy repito: mexicanos, dejemos los dimes y diretes y pongamos manos a la obra. Hay que reconstruir lo que otros, con maletines llenos, derribaron.


III. Las minas: el saqueo que no cesa
Mientras Guerrero padece sed, las minas de oro —¡oh paradoja!— nunca carecen de agua. En Chilpancingo, la capital, los pobres mortales reciben el líquido una vez al mes, pretextando el ayuntamiento que debe "veinticinco millones de pesos" a la CFE. Pero las mineras, esas sí, pagan la luz a tarifa de risa y contaminan ríos enteros para extraer el metal que jamás brillará en manos mexicanas.

"Los Filos", en Carrizalillo, extraerán sesenta millones de toneladas de oro en veinte años. ¿Y qué queda al pueblo? Ni un gramo. Al gobierno federal, cinco pesos por hectárea. ¡Vaya negocio! Si el subsuelo es de la nación —y la nación somos todos—, ¿por qué el gobierno regala a extranjeros lo que nos roba? Las cuentas son claras: ellos invierten ochocientos millones de dólares, extraen tres mil quinientos veinticinco millones, y se llevan libres de polvo y paja dos mil setecientos veinticinco millones.


IV. Epílogo: un brindis (con agua turbia)
Disfrutemos este fin de año, compatriotas, pues mañana toca levantar piedras y secar lágrimas. Mientras, en Acapulco —"todo bonito"— el oro sigue yéndose en barco, y los ríos llevan más cianuro que agua. Así es México: tierra de saqueo eterno, donde hasta la democracia sabe a conquista.

—Manuel Payno (si hubiera visto el siglo XXI)

jueves, 20 de marzo de 2025

Las mascotas.

 



En el principio, cuando los perros y los gatos aún no eran más que sombras fieles que seguían al hombre por los caminos polvorientos de la vida, nadie se preguntaba por qué compartían su existencia con esas criaturas que, como ellos, parecían condenadas a vagar sin rumbo. Pero ahora, en estos tiempos de soledades compartidas y afectos mercantilizados, he llegado a creer que las personas adoptan perros y gatos callejeros no por compasión, sino porque en el fondo se reconocen igual de perdidos, igual de inútiles para resolver el enigma de sus propias vidas. Es como si, al mirar a esos animales errantes, vieran reflejada su propia incapacidad para encontrar un hogar en este mundo desbocado.

Los perros y los gatos que deambulan por las calles y las periferias de las ciudades no están allí por casualidad. Hay dos razones que explican su libertad: la primera, que ellos, con una sabiduría ancestral que los humanos hemos olvidado, prefieren la intemperie al cautiverio de una casa que nunca será suya; la segunda, que sus dueños, hastiados de la responsabilidad o de la monotonía, los abandonan a su suerte, como si fueran muebles viejos o recuerdos incómodos. Y así, estos animales se convierten en fantasmas urbanos, en testigos mudos de nuestra indiferencia.

Pero este fenómeno, que parece una simple anécdota de la vida cotidiana, es en realidad un problema que trasciende lo municipal y se adentra en lo existencial. Los gobernantes, con esa habilidad que tienen para eludir responsabilidades, promueven la adopción como si fuera la solución a todos los males, mientras ignoran las raíces más profundas del asunto. Sin embargo, detrás de esta fachada de buenas intenciones, se esconde un negocio tan lucrativo como despiadado: la industria de los insumos para mascotas.

Estos empresarios, con la astucia de los mercaderes de antaño, han convertido el amor por los animales en una mina de oro. Han logrado que un perro, que antes dormía en el patio y se rascaba las pulgas sin que nadie se inmutara, se convierta ahora en un consumidor voraz de pastillas mágicas y alimentos gourmet. Pastillas que cuestan lo mismo que varios día de trabajo, latas de comida que superan en precio a las de atún para humanos. Y eso, querido lector, es apenas la punta del iceberg de un mercado que ha sabido explotar con maestría la necesidad humana de amar y ser amado.

Así es el capitalismo, con su magia perversa y su puñalada traicionera al corazón. Un sistema que vacía los bolsillos mientras llena de ilusiones, que convierte el afecto en mercancía y la compasión en negocio. Y mientras tanto, los perros y los gatos siguen vagando por las calles, como siempre lo han hecho, libres e indiferentes, sin saber que son, al mismo tiempo, víctimas y símbolos de este mundo que los humanos hemos construido.

martes, 18 de febrero de 2025

Servicios.

 

 


La campaña contra el dengue es persistente no tanto porque prevenga un problema de salud, sino porque genera en la población la percepción de que lo hace. En realidad, su implementación beneficia más a quienes venden los insumos y sustancias necesarias, así como a quienes reciben un sueldo por promoverla. Además, esta estrategia no afecta los intereses de las grandes corporaciones que dominan la economía global.

Por otro lado, si el gobierno de Estados Unidos realmente quisiera combatir el terrorismo, debería empezar por desmantelar las empresas que producen y comercializan bebidas azucaradas. Estas compañías engañan al público para vender productos que deterioran la salud, en un acto comparable al de envenenar el agua potable. De hecho, también acaparan los recursos hídricos esenciales para la población.

Aunque esto último parezca imposible, ya ha ocurrido algo similar. En México, por ejemplo, el gobierno prácticamente erradicó las tradicionales aguas frescas —jamaica, limón y horchata— al vincularlas con la tifoidea en una campaña de salud pública. Sin ofrecer pruebas concretas ni especificar cómo podrían ser un riesgo, la simple promoción de esa idea bastó para desplazar una parte importante de la cultura gastronómica del país.

 

La basura es un problema inabarcable en Chilpancingo, como lo es en todas partes. No hay manos suficientes para recogerla, no hay camiones suficientes para transportarla, no hay voluntad suficiente para erradicarla. Y sin embargo, la basura se recoge, los camiones circulan, las autoridades destinan recursos que se desvanecen sin dejar rastro. Mientras tanto, otras necesidades esenciales, como el agua potable, se pierden en la maraña de expedientes, reuniones y promesas incumplidas. Se atiende la basura, pero la sed sigue ahí.

Si uno se detiene un instante a inspeccionar sus propios desechos, descubrirá una verdad incómoda: la basura no es suya, nunca lo fue. Son envolturas, envases, embalajes cuidadosamente diseñados para el olvido. Uno paga por ellos, los lleva consigo a casa, los acomoda en los estantes sin reparar en que ya están muertos. Después, con la inocente naturalidad de quien sigue un ritual, los arroja a un bote y con ello cree haberlos eliminado de su vida. Pero la basura persiste. Es como un espectro del que no se puede escapar, un tributo a un sistema que nos cobra por producir lo que habremos de desechar.

Las empresas, con su lógica inflexible, inundan el mundo de empaques innecesarios. No lo hacen por maldad, sino porque así funciona el negocio. No venden alimentos ni productos útiles: venden envoltorios, venden envases, venden la ilusión de la higiene y la conveniencia. Y el gobierno, impotente o cómplice, observa. Tal vez redacte informes, tal vez anuncie medidas, tal vez imponga regulaciones que nadie aplicará.

Hubo un tiempo en que las bebidas endulzadas no venían en botellas de plástico ni en latas brillantes. Eran aguas frescas preparadas en casa, un simple acto cotidiano sin residuos, sin complicaciones. Se llevaban los ingredientes del mercado en canastas resistentes, se compraban objetos hechos para durar. Incluso el azúcar, traída de tierras lejanas, se expendía en bolsas de papel. Y yo mismo vi cómo ese papel, luego de cumplir su primera función, encontraba un segundo destino en los escusados. Nada se desperdiciaba. Nada sobraba. Y sin embargo, hoy, todo es basura.