Tengo 75 años y, por razones que no alcanzo a entender del todo —quizá una mezcla de terquedad y masoquismo cívico—, acepté ser funcionario de casilla otra vez. En tres ocasiones anteriores ya había desfilado como secretario, presidente y escrutador. Esta vez fui "escrutador segundo", que suena a personaje menor de tragedia griega.
En las dos primeras me sacaron por insaculación (palabra que siempre me ha sonado a albur), y en las otras porque los que sí fueron insaculados —por la misma Constitución que dice que estas funciones son obligatorias y gratuitas (Art. 5 de la CPEUM, por si quieren ir a discutirlo con el Quijote)—, simplemente no quisieron. Así que yo, ciudadano ejemplar o tonto útil, me ofrecí voluntario.
En todas esas elecciones he notado algo constante: a la mayoría le cuesta trabajo entender cómo votar. No porque sean tontos —aunque alguno que otro sí lo es— sino porque no quieren. Votan porque los obligan o porque alguien les pasa un billete. Esta última elección no fue diferente. La única novedad fue que los que usualmente pagan para que la gente vote, esta vez pagaron para lo contrario.
El pensamiento humano es complicado. Hay quienes no votaron convencidos de que no hacerlo era lo correcto. Es decir, resistirse pasivamente como Gandhi pero sin el carisma ni el dhoti. ¿Qué pensarán aquellos que murieron por conseguir el derecho al voto? Sobre todo las mujeres, que lo lograron hace apenas unas décadas. Pobres.
El día empezó a las siete de la mañana y terminó a las ocho de la noche. En la sección 1254, que antes era tres y ahora es una (porque todo en este país se simplifica para que funcione peor), hubo una afluencia constante, aunque la votación nacional fue baja. Gente de todas las clases sociales vino a sufragar. A mi edad, y siendo oriundo del lugar, conozco a la mayoría. Algunos incluso me saludan todavía.
Lo más curioso de todo fue esto: aunque sabían que sería difícil, la mayoría vino a votar con una resignación casi zen. Muchos sabían que el Poder Judicial no otorga justicia, pero votaron. Otros, que no votaron, se quejan del mismo Poder Judicial con el mismo entusiasmo con que insultan al América. Esa fue mi labor: orientar al votante. Lo hice con gusto, y más gusto me dio cuando alguien respondía: “Así de fácil, ¿pues sí?”
Ahora, sobre la elección del Poder Judicial tengo algunas observaciones:
1. Algunos no fueron a votar porque no conocían a los candidatos. ¿Y a los actuales sí? Tal vez conocen al que les retrasó el divorcio, al que dictaminó contra la justicia, al que les ha tenido el testamento empolvándose una década. O al que les pidió una mordida para iniciar el juicio. Conocer, lo que se dice conocer, sí los conocen.
2. Otros dijeron que era muy complicado votar. Yo, que estuve ahí, noté que lo más complicado fue meter las boletas en la urna. Hubo quien las dobló al revés y quien intentó meterlas en la caja de cartón del desayuno.
3. También se corrió el rumor de que votar tomaría media hora. ¡Media hora! Como si fuéramos a recibir una consulta médica personalizada. Yo voté en menos de cinco minutos. Pero claro, era domingo, y el mexicano promedio prefiere desayunar barbacoa que esperar media hora por un deber cívico.
4. Finalmente, hay quienes no votaron por razones que sólo ellos conocen. Pero me atrevo a sospechar que muchos opositores se abstuvieron solo para fastidiar al presidente. La venganza más ridícula: no votar para dañar al que propuso la votación.
5. Dicen que hubo trampa, porque algunos llevaban acordeón, seguro son esos que van de compras y se les olvida que compraría.
El INE organizó todo. Ya se ha discutido mucho si sirve o no. Nació como IFE por exigencia democrática, luego falló dos veces y le cambiaron el nombre a INE, como si eso arreglara algo. Ahora vuelve a fallar, pero con siglas nuevas. Dicen que es el corazón de la democracia. Yo diría que es más bien el páncreas: todos lo tienen, pero nadie sabe bien para qué sirve.
Esa mañana llegó casi todo lo necesario. Salvo los suplentes, el tercer escrutador —que nadie sabía que debía existir— y el sentido común. Yo tenía el instructivo y no lo mencionaba. La instructora nos dijo que lo agregaron después. El primero en la fila fue sacrificado.
Yo, como Siddhartha de Hesse, estoy acostumbrado al ayuno, así que me bastó con mi café con cacao. Mis compañeros, en cambio, querían un almuerzo estilo Chilpancingo: uno de esos que los lleva a la diabetes y posteriormente a la muerte.
Después llegó una torta para cada uno, y agua sin sodio —que no calma la sed, pero sí la esperanza. Luego aparecieron los "lonches", con refrescos de cola y naranja y comida envuelta en unicel, como ofrenda del capitalismo tardío. Comieron tres, sobraron tres. Yo no comí. Si el envoltorio es de unicel, lo de adentro no puede ser digno.
A veces me pregunto quién cree el INE que somos los funcionarios de casilla. Hay quienes todavía creemos en el bien común, en las instituciones, en que un país puede mejorar. Pero luego nos topamos con que hasta ellas se alían con lo peor del mundo. Y uno ahí, con su termo y su fe, esperando no morir de decepción... ni de colesterol.
Texto original de Edgar P. Miller
Adaptación al estilo de Jorge Ibargüengoitia por https://chatgpt.com
Nunca decepcionas. Es curioso como lo impregna todo el mito de la democracia.
ResponderEliminarAsí sucede. Cada gobierno tiene un imaginario de democracia.
Eliminar