Chilpancingo: Crónica de un Desencanto
(Al estilo de Carlos Fuentes)
I. Geografías del Destino
Nací bajo el cielo de Chilpancingo en el año de 1950, cuando el siglo aún creía en promesas. Setenta y cinco años después, llevo cuarenta y cuatro habitando este mismo suelo, aunque mi vida ha sido un mapa de huidas y regresos. Entre 1963 y 1965, el destino me arrojó a Camden, Arkansas, un pueblo más pequeño que mi Chilpancingo —que nunca fue París, pero al menos era capital de un estado—. Allí, en aquel rincón de Estados Unidos donde vivían obreros de fábricas de papel, maestros y mi tío el veterinario, descubrí por primera vez el milagro cotidiano: el agua que nunca faltaba, la luz que no se extinguía, la basura que desaparecía como por arte de magia.
No era Beverly Hills, claro. Era el sueño proletario hecho realidad: un mundo donde los servicios públicos no eran una epopeya, sino un derecho.
II. México: La Ciudad que Nos Devora
En 1975, me casé en Guerrero y partí a la Ciudad de México, esa bestia mitológica que todo lo engulle. Vivíamos en una unidad habitacional donde, sorpresa, el agua y la electricidad fluían con la misma regularidad que en Camden. Era como si la capital, en su afán de imitar el norte, hubiera aprendido a domar sus demonios. Pero México no es una ciudad: es un espejismo.
Cuando regresé a Chilpancingo en 1981, creí encontrar el pueblo de mi infancia: ese lugar donde los niños jugaban en calles polvorientas bajo un sol benigno. En cambio, hallé una ciudad que se desangraba en caos. El tráfico era una fiera suelta; la delincuencia, un fantasma que todos invocaban pero nadie veía. Y el agua… ah, el agua. Un privilegio de quienes podían comprarla en pipas, mientras el ayuntamiento gastaba diez millones de pesos en faroles para iluminar su propia ineptitud.
III. La Hipocresía Fundacional
Chilpancingo es una ciudad de migrantes que odian a los migrantes. Sus habitantes —hijos de foráneos— culpan a los recién llegados de todos los males. Mi padre decía que los funcionarios venían aquí como castigo; mi madre recordaba el olor a excremento que flotaba en el aire, cuando las letrinas eran patios y la civilización, una promesa lejana.
Hoy, los mismos que defienden a capa y espada la "grandeza" de Chilpancingo envían a sus hijos a estudiar fuera. "Aquí no hay futuro", admiten en voz baja, mientras presumen su éxodo como un triunfo. Es la esquizofrenia del provinciano: amar el terruño con rabia y abandonarlo con alivio.
IV. Epílogo: La Mentira Colectiva
No se puede sanar una herida negándola. Chilpancingo es un espejo de México: un país que prefiere el alumbrado público al agua potable, las fiestas religiosas a las escuelas dignas, la vanidad chovinista a la autocrítica. Somos una sociedad de vivos que celebran su propia ruina.
"¿Por qué no tenemos agua?", preguntas. Porque la escasez es un negocio, porque la incompetencia es un régimen, porque preferimos pavimentar calles que construir dignidad. Hoy, 23 de abril de 2025, Chilpancingo sigue oliendo a derrota. Y yo, viejo testigo de su decadencia, escribo esta crónica para que nadie diga que no lo sabíamos.
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