Pues
resulta que este sábado 18 de octubre fui invitado —sin saber exactamente por
qué— a la fiesta de cumpleaños de la señora Magda. Magdalena Vázquez, nada
menos que la segunda presidenta municipal constitucional de Chilpancingo y,
según dicen, la primera elegida por voto popular. Casi nada. Cumplía 98 años, y
a esa edad las mujeres ya no ocultan la cifra: la presumen como si fuera una
medalla de guerra.
Yo, que no
soy de fiestas, no pude decir que no. Así que me puse mi mejor cara de
civilizado, me entacuché y hasta me até una corbata, cosa que no hacía desde
que los bancos todavía regalaban calendarios. Porque hay que decirlo: la fiesta
era de tacuche, no de guarache. Y eso en un país donde aseguran las
malas lenguas que la economía está más flaca que las vacas del Apocalipsis.
La entrada
era con invitación y registro, muy en la moda de los aeropuertos: si no estabas
en la lista, te quedabas afuera con los curiosos. Yo, que siempre he tenido
buena suerte en las aduanas, me colé, y dejé a mi secretaria, Elsa, resolviendo
los trámites burocráticos del reventón.
Nos
acomodaron en la mesa de las cultas. No había otra opción: en alguna categoría
teníamos que caber. Pura gente letrada, de esas que ya no leen, pero conservan
el hábito de hablar como si lo hicieran. La fiesta estaba a reventar, fácil doscientos
comensales, todos de la vieja guardia chilpancingueña, y algunos jóvenes que
seguramente se equivocaron de evento.
Cuando
apareció la homenajeada, todos nos quedamos viendo: 98 años y se movía como si
tuviera dieciocho. Ágil, sonriente, casi etérea. Le comenté a uno de sus hijos
que su madre se veía en mejor condición que ellos, cosa que, dicho sea de paso,
no le hizo mucha gracia.
Pidieron
las bebidas. Yo, como buen guerrerense, pedí mezcal. El mesero me miró con la
misma cara que si le hubiera pedido absenta o sangre de unicornio:
—No tenemos eso, señor —me dijo.
Así que
terminé bebiendo agua, lo que, debo confesar, me pareció una grosería cultural.
Nos trajeron un platito minúsculo de botanas; pellizqué lo que pude, con
espíritu solidario, para que alcanzara a los doce que compartíamos mesa.
Después de
los discursos de rigor, el conjunto musical se adueñó del espacio. Tocaban con
tanto entusiasmo que la comunicación se volvió imposible; sólo nos hablábamos
con señas, como si estuviéramos en una reunión de espías. A esas alturas,
WhatsApp hubiera sido una bendición.
Cuando
llegó la comida, yo llevaba en el estómago únicamente mi licuado sabatino, así
que me lancé a la sopa con el ímpetu de un náufrago. Estaba caliente —y
deliciosa—, como suelen estar las sopas que uno no tiene que preparar. El plato
fuerte era una especie de croqueta gigante de atún. Ignoro cómo se llame en el
menú de los ricos, recuerden que yo soy de
la fonda de los Sabores del Pueblo, huanzontles, chiles rellenos, enguajado,
mole, pozole, etc. pero estaba
buena, salvo por un pequeño detalle: la mía sabía un poco a aceite viejo, de
ese que ya vio pasar tres generaciones de empanadas. Pero bueno, a caballo
regalado no se le huele el aceite. Pero
esto de las fallas en los detalles nada tienen que ver los que invitan, las
personas contratadas son quienes la riegan.
Los
festejos estaban programados de siete a doce. A las once y media, con la
prudencia de los bien educados, le dije a mi esposa:
—Levántate, que ya estuvo.
Y nos
fuimos sin molestar a los anfitriones con las despedidas de media hora que
tanto disfrutan los demás.
Salí
pensando que ojalá todos llegáramos a los 98 así: bailando, riendo, y con un
ejército de invitados tratando de recordar el nombre del plato principal.