martes, 17 de junio de 2025

EL ESPANTO.

 

 

Dice el aprendiz:

—Maestro, quiero aprender a escribir libros.

Contesta el maestro, alegre:

—Me parece muy bien; entonces, tendré que empezar a enseñarte:

Homófonas, sarcasmo, la interrogación, la exclamación, homónimas, equívocos, anfibología, cacofonía, sonsonete, hiato, asonancia, consonancia, onomatopeya, pleonasmo, epíteto, elipsis, anáfora, conversión, complexión, reduplicación, concatenación, retruécano, aliteración, asonancia, paronomasia, derivación, polipote, similicadencia, sinonimia, paradiástole, hipérbaton, equívoco, calambur, prosopografía, etopeya, retrato, carácter, paralelo, cronografía, topografía, perífrasis, dialogismo, prosopopeya, imagen, sentencia, epifonema, gradación, prolepsis, concesión, comunicación, alusión, sustentación, dubitación, preterición, corrección, reticencia, antítesis, paradoja, apostrofe, símil, paradoja, optación, execración, imprecación, conminación, deprecación, obtestación, interrupción, sujeción, histerología, adínaton, permisión, hipérbole, ironía, sinécdoque, metonimia, metáfora, alegoría, estilo, redacción, ortografía, prosodia y sintaxis.

 

— ¿acaso mi ignorancia llega a tanto? –, expresa el aprendiz

—Sí—, responde el maestro.

— ¡qué espanto! —, interpela el alumno.

martes, 3 de junio de 2025

Crónica de un escrutador cansado (pero no vencido)

 

 


Tengo 75 años y, por razones que no alcanzo a entender del todo —quizá una mezcla de terquedad y masoquismo cívico—, acepté ser funcionario de casilla otra vez. En tres ocasiones anteriores ya había desfilado como secretario, presidente y escrutador. Esta vez fui "escrutador segundo", que suena a personaje menor de tragedia griega.

En las dos primeras me sacaron por insaculación (palabra que siempre me ha sonado a albur), y en las otras porque los que sí fueron insaculados —por la misma Constitución que dice que estas funciones son obligatorias y gratuitas (Art. 5 de la CPEUM, por si quieren ir a discutirlo con el Quijote)—, simplemente no quisieron. Así que yo, ciudadano ejemplar o tonto útil, me ofrecí voluntario.

En todas esas elecciones he notado algo constante: a la mayoría le cuesta trabajo entender cómo votar. No porque sean tontos —aunque alguno que otro sí lo es— sino porque no quieren. Votan porque los obligan o porque alguien les pasa un billete. Esta última elección no fue diferente. La única novedad fue que los que usualmente pagan para que la gente vote, esta vez pagaron para lo contrario.

El pensamiento humano es complicado. Hay quienes no votaron convencidos de que no hacerlo era lo correcto. Es decir, resistirse pasivamente como Gandhi pero sin el carisma ni el dhoti. ¿Qué pensarán aquellos que murieron por conseguir el derecho al voto? Sobre todo las mujeres, que lo lograron hace apenas unas décadas. Pobres.

El día empezó a las siete de la mañana y terminó a las ocho de la noche. En la sección 1254, que antes era tres y ahora es una (porque todo en este país se simplifica para que funcione peor), hubo una afluencia constante, aunque la votación nacional fue baja. Gente de todas las clases sociales vino a sufragar. A mi edad, y siendo oriundo del lugar, conozco a la mayoría. Algunos incluso me saludan todavía.

Lo más curioso de todo fue esto: aunque sabían que sería difícil, la mayoría vino a votar con una resignación casi zen. Muchos sabían que el Poder Judicial no otorga justicia, pero votaron. Otros, que no votaron, se quejan del mismo Poder Judicial con el mismo entusiasmo con que insultan al América. Esa fue mi labor: orientar al votante. Lo hice con gusto, y más gusto me dio cuando alguien respondía: “Así de fácil, ¿pues sí?”

Ahora, sobre la elección del Poder Judicial tengo algunas observaciones:

1.      Algunos no fueron a votar porque no conocían a los candidatos. ¿Y a los actuales sí? Tal vez conocen al que les retrasó el divorcio, al que dictaminó contra la justicia, al que les ha tenido el testamento empolvándose una década. O al que les pidió una mordida para iniciar el juicio. Conocer, lo que se dice conocer, sí los conocen.

2.      Otros dijeron que era muy complicado votar. Yo, que estuve ahí, noté que lo más complicado fue meter las boletas en la urna. Hubo quien las dobló al revés y quien intentó meterlas en la caja de cartón del desayuno.

3.      También se corrió el rumor de que votar tomaría media hora. ¡Media hora! Como si fuéramos a recibir una consulta médica personalizada. Yo voté en menos de cinco minutos. Pero claro, era domingo, y el mexicano promedio prefiere desayunar barbacoa que esperar media hora por un deber cívico.

4.      Finalmente, hay quienes no votaron por razones que sólo ellos conocen. Pero me atrevo a sospechar que muchos opositores se abstuvieron solo para fastidiar al presidente. La venganza más ridícula: no votar para dañar al que propuso la votación.

5.  Dicen que hubo trampa, porque algunos llevaban acordeón, seguro son esos que van de compras y se les olvida que compraría.

El INE organizó todo. Ya se ha discutido mucho si sirve o no. Nació como IFE por exigencia democrática, luego falló dos veces y le cambiaron el nombre a INE, como si eso arreglara algo. Ahora vuelve a fallar, pero con siglas nuevas. Dicen que es el corazón de la democracia. Yo diría que es más bien el páncreas: todos lo tienen, pero nadie sabe bien para qué sirve.

Esa mañana llegó casi todo lo necesario. Salvo los suplentes, el tercer escrutador —que nadie sabía que debía existir— y el sentido común. Yo tenía el instructivo y no lo mencionaba. La instructora nos dijo que lo agregaron después. El primero en la fila fue sacrificado. 

Yo, como Siddhartha de Hesse, estoy acostumbrado al ayuno, así que me bastó con mi café con cacao. Mis compañeros, en cambio, querían un almuerzo estilo Chilpancingo: uno de esos que los lleva a la diabetes y posteriormente a la muerte.

Después llegó una torta para cada uno, y agua sin sodio —que no calma la sed, pero sí la esperanza. Luego aparecieron los "lonches", con refrescos de cola y naranja y comida envuelta en unicel, como ofrenda del capitalismo tardío. Comieron tres, sobraron tres. Yo no comí. Si el envoltorio es de unicel, lo de adentro no puede ser digno.

A veces me pregunto quién cree el INE que somos los funcionarios de casilla. Hay quienes todavía creemos en el bien común, en las instituciones, en que un país puede mejorar. Pero luego nos topamos con que hasta ellas se alían con lo peor del mundo. Y uno ahí, con su termo y su fe, esperando no morir de decepción... ni de colesterol.

Texto original de Edgar P. Miller

Adaptación al estilo de  Jorge Ibargüengoitia por https://chatgpt.com

jueves, 24 de abril de 2025

Chilpancingo: Crónica de un Desencanto

 

Chilpancingo: Crónica de un Desencanto


 

(Al estilo de Carlos Fuentes)

I. Geografías del Destino

Nací bajo el cielo de Chilpancingo en el año de 1950, cuando el siglo aún creía en promesas. Setenta y cinco años después, llevo cuarenta y cuatro habitando este mismo suelo, aunque mi vida ha sido un mapa de huidas y regresos. Entre 1963 y 1965, el destino me arrojó a Camden, Arkansas, un pueblo más pequeño que mi Chilpancingo —que nunca fue París, pero al menos era capital de un estado—. Allí, en aquel rincón de Estados Unidos donde vivían obreros de fábricas de papel, maestros y mi tío el veterinario, descubrí por primera vez el milagro cotidiano: el agua que nunca faltaba, la luz que no se extinguía, la basura que desaparecía como por arte de magia.

No era Beverly Hills, claro. Era el sueño proletario hecho realidad: un mundo donde los servicios públicos no eran una epopeya, sino un derecho.

II. México: La Ciudad que Nos Devora

En 1975, me casé en Guerrero y partí a la Ciudad de México, esa bestia mitológica que todo lo engulle. Vivíamos en una unidad habitacional donde, sorpresa, el agua y la electricidad fluían con la misma regularidad que en Camden. Era como si la capital, en su afán de imitar el norte, hubiera aprendido a domar sus demonios. Pero México no es una ciudad: es un espejismo.

Cuando regresé a Chilpancingo en 1981, creí encontrar el pueblo de mi infancia: ese lugar donde los niños jugaban en calles polvorientas bajo un sol benigno. En cambio, hallé una ciudad que se desangraba en caos. El tráfico era una fiera suelta; la delincuencia, un fantasma que todos invocaban pero nadie veía. Y el agua… ah, el agua. Un privilegio de quienes podían comprarla en pipas, mientras el ayuntamiento gastaba diez millones de pesos en faroles para iluminar su propia ineptitud.

III. La Hipocresía Fundacional

Chilpancingo es una ciudad de migrantes que odian a los migrantes. Sus habitantes —hijos de foráneos— culpan a los recién llegados de todos los males. Mi padre decía que los funcionarios venían aquí como castigo; mi madre recordaba el olor a excremento que flotaba en el aire, cuando las letrinas eran patios y la civilización, una promesa lejana.

Hoy, los mismos que defienden a capa y espada la "grandeza" de Chilpancingo envían a sus hijos a estudiar fuera. "Aquí no hay futuro", admiten en voz baja, mientras presumen su éxodo como un triunfo. Es la esquizofrenia del provinciano: amar el terruño con rabia y abandonarlo con alivio.

IV. Epílogo: La Mentira Colectiva

No se puede sanar una herida negándola. Chilpancingo es un espejo de México: un país que prefiere el alumbrado público al agua potable, las fiestas religiosas a las escuelas dignas, la vanidad chovinista a la autocrítica. Somos una sociedad de vivos que celebran su propia ruina.

"¿Por qué no tenemos agua?", preguntas. Porque la escasez es un negocio, porque la incompetencia es un régimen, porque preferimos pavimentar calles que construir dignidad. Hoy, 23 de abril de 2025, Chilpancingo sigue oliendo a derrota. Y yo, viejo testigo de su decadencia, escribo esta crónica para que nadie diga que no lo sabíamos.