miércoles, 22 de octubre de 2025

De los juegos y la violencia.

 


 Cuando era niño, los horrores de la guerra venían envueltos en un eficaz dispositivo de sublimación: la información nos llegaba empaquetada como épica. Había siempre un relato elemental —los buenos vencen a los malos— y los buenos eran, por definición, héroes. Las películas de guerra enseñaban a confundir la catástrofe con el heroísmo: la violencia se presentaba como algo estético, casi decorativo; quien vencía salía ileso o con heridas que legitiman la gloria, y la masacre quedaba expedida por la pátina de una noble intención. Lo mismo ocurría en los westerns: los indígenas eran convertidos en una figura primitiva, en la encarnación del peligro; su exterminio quedaba simbolizado como justicia. “El único indio bueno es el indio muerto” no era sólo un dicho brutal, era una forma de ver.

Con la llegada de Internet se rompió, parcialmente, ese pacto de silencio: empezamos a ver lo que antes se nos ocultaba. Pero ver no es lo mismo que comprender. Las imágenes nos inundan; algunas nos despiertan la compasión, otras nos anestesian. Y en ese flujo las formas de la violencia se hacen espectáculo y pedagogía al mismo tiempo.

Prohibir es, en verdad, una técnica de gobierno. Prohibir juguetes “bélicos” puede leerse como medida paternalista —o como una maniobra para disciplinar lo visible— mientras que las películas para adultos despliegan, sin pudor, un repertorio de violencia legitimada. Hay aquí una incongruencia deliberada: se restringe la simulación infantil, pero se permite la representación adulta, y esa permisividad define normas culturales sobre quiénes pueden ejercer la violencia y por qué. La mitad de la sociedad se educa en la condena, la otra en la apología.

Fui de los niños que jugaban a los espadazos y a policía y ladrones; fui de los que imitaron vaqueros contra indios con pistolas de juguete, con resorteras, con cerbatanas. Esos juegos no me hicieron un criminal; no cometí crímenes por haber hecho teatro de violencia. La tesis ingenua —y tranquilizadora para algunos— de que los juguetes generan guerreros es una explicación que satisface por su simplicidad, pero que elude lo esencial.

La violencia tiene raíces más elementales y más institucionales: no proviene de la réplica lúdica de una arma, sino de la codicia y la ambición concentradas en una minoría con poder. Los grandes crímenes de nuestro tiempo no son obra de niños que jugaban mal; son decisiones económicas y políticas tomadas por quienes poseen los instrumentos para hacer que esas decisiones se vuelvan destino colectivo. Los Estados, las corporaciones, las oligarquías —esa conjunción de poder— son los verdaderos productores de devastación.

Y si queremos llevar la metáfora hasta su límite: algunos filósofos han dicho que, si existió, Dios ya fue asesinado. Es una imagen útil porque nos obliga a dejar la súplica: no es con rezos ni con apelaciones a un orden moral supuesto como se expulsan los malvados del escenario histórico. La solución moral no es litúrgica; es activa: hay que desenmascararlos, privarlos de su impunidad, y, si la fantasía ayuda, conducirlos lejos de la esfera humana. Que se vayan en la nave de quien los conoce, que se aíslen del planeta. Pero esa línea final es menos una instrucción práctica que una acusación: los que conducen el poder son los que deben ser expulsados de la narración que se nos impone como inevitable.

En suma: el problema no es que los niños imiten las armas. El problema es que la cultura —la literatura, el cine, la política— produce y naturaliza un régimen de violencia cuyos beneficiarios no son los espectadores sino los dueños de las decisiones. Entender la violencia exige entonces mirar menos la forma de los juguetes y más la anatomía del poder que decide quién vive y quién muere.

No hay comentarios:

Publicar un comentario