jueves, 20 de marzo de 2025

Las mascotas.

 



En el principio, cuando los perros y los gatos aún no eran más que sombras fieles que seguían al hombre por los caminos polvorientos de la vida, nadie se preguntaba por qué compartían su existencia con esas criaturas que, como ellos, parecían condenadas a vagar sin rumbo. Pero ahora, en estos tiempos de soledades compartidas y afectos mercantilizados, he llegado a creer que las personas adoptan perros y gatos callejeros no por compasión, sino porque en el fondo se reconocen igual de perdidos, igual de inútiles para resolver el enigma de sus propias vidas. Es como si, al mirar a esos animales errantes, vieran reflejada su propia incapacidad para encontrar un hogar en este mundo desbocado.

Los perros y los gatos que deambulan por las calles y las periferias de las ciudades no están allí por casualidad. Hay dos razones que explican su libertad: la primera, que ellos, con una sabiduría ancestral que los humanos hemos olvidado, prefieren la intemperie al cautiverio de una casa que nunca será suya; la segunda, que sus dueños, hastiados de la responsabilidad o de la monotonía, los abandonan a su suerte, como si fueran muebles viejos o recuerdos incómodos. Y así, estos animales se convierten en fantasmas urbanos, en testigos mudos de nuestra indiferencia.

Pero este fenómeno, que parece una simple anécdota de la vida cotidiana, es en realidad un problema que trasciende lo municipal y se adentra en lo existencial. Los gobernantes, con esa habilidad que tienen para eludir responsabilidades, promueven la adopción como si fuera la solución a todos los males, mientras ignoran las raíces más profundas del asunto. Sin embargo, detrás de esta fachada de buenas intenciones, se esconde un negocio tan lucrativo como despiadado: la industria de los insumos para mascotas.

Estos empresarios, con la astucia de los mercaderes de antaño, han convertido el amor por los animales en una mina de oro. Han logrado que un perro, que antes dormía en el patio y se rascaba las pulgas sin que nadie se inmutara, se convierta ahora en un consumidor voraz de pastillas mágicas y alimentos gourmet. Pastillas que cuestan lo mismo que varios día de trabajo, latas de comida que superan en precio a las de atún para humanos. Y eso, querido lector, es apenas la punta del iceberg de un mercado que ha sabido explotar con maestría la necesidad humana de amar y ser amado.

Así es el capitalismo, con su magia perversa y su puñalada traicionera al corazón. Un sistema que vacía los bolsillos mientras llena de ilusiones, que convierte el afecto en mercancía y la compasión en negocio. Y mientras tanto, los perros y los gatos siguen vagando por las calles, como siempre lo han hecho, libres e indiferentes, sin saber que son, al mismo tiempo, víctimas y símbolos de este mundo que los humanos hemos construido.

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