martes, 18 de febrero de 2025

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La campaña contra el dengue es persistente no tanto porque prevenga un problema de salud, sino porque genera en la población la percepción de que lo hace. En realidad, su implementación beneficia más a quienes venden los insumos y sustancias necesarias, así como a quienes reciben un sueldo por promoverla. Además, esta estrategia no afecta los intereses de las grandes corporaciones que dominan la economía global.

Por otro lado, si el gobierno de Estados Unidos realmente quisiera combatir el terrorismo, debería empezar por desmantelar las empresas que producen y comercializan bebidas azucaradas. Estas compañías engañan al público para vender productos que deterioran la salud, en un acto comparable al de envenenar el agua potable. De hecho, también acaparan los recursos hídricos esenciales para la población.

Aunque esto último parezca imposible, ya ha ocurrido algo similar. En México, por ejemplo, el gobierno prácticamente erradicó las tradicionales aguas frescas —jamaica, limón y horchata— al vincularlas con la tifoidea en una campaña de salud pública. Sin ofrecer pruebas concretas ni especificar cómo podrían ser un riesgo, la simple promoción de esa idea bastó para desplazar una parte importante de la cultura gastronómica del país.

 

La basura es un problema inabarcable en Chilpancingo, como lo es en todas partes. No hay manos suficientes para recogerla, no hay camiones suficientes para transportarla, no hay voluntad suficiente para erradicarla. Y sin embargo, la basura se recoge, los camiones circulan, las autoridades destinan recursos que se desvanecen sin dejar rastro. Mientras tanto, otras necesidades esenciales, como el agua potable, se pierden en la maraña de expedientes, reuniones y promesas incumplidas. Se atiende la basura, pero la sed sigue ahí.

Si uno se detiene un instante a inspeccionar sus propios desechos, descubrirá una verdad incómoda: la basura no es suya, nunca lo fue. Son envolturas, envases, embalajes cuidadosamente diseñados para el olvido. Uno paga por ellos, los lleva consigo a casa, los acomoda en los estantes sin reparar en que ya están muertos. Después, con la inocente naturalidad de quien sigue un ritual, los arroja a un bote y con ello cree haberlos eliminado de su vida. Pero la basura persiste. Es como un espectro del que no se puede escapar, un tributo a un sistema que nos cobra por producir lo que habremos de desechar.

Las empresas, con su lógica inflexible, inundan el mundo de empaques innecesarios. No lo hacen por maldad, sino porque así funciona el negocio. No venden alimentos ni productos útiles: venden envoltorios, venden envases, venden la ilusión de la higiene y la conveniencia. Y el gobierno, impotente o cómplice, observa. Tal vez redacte informes, tal vez anuncie medidas, tal vez imponga regulaciones que nadie aplicará.

Hubo un tiempo en que las bebidas endulzadas no venían en botellas de plástico ni en latas brillantes. Eran aguas frescas preparadas en casa, un simple acto cotidiano sin residuos, sin complicaciones. Se llevaban los ingredientes del mercado en canastas resistentes, se compraban objetos hechos para durar. Incluso el azúcar, traída de tierras lejanas, se expendía en bolsas de papel. Y yo mismo vi cómo ese papel, luego de cumplir su primera función, encontraba un segundo destino en los escusados. Nada se desperdiciaba. Nada sobraba. Y sin embargo, hoy, todo es basura.

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